No recuerdo a qué edad ví por primera vez a un hombre desnudo, pero a partir de ahí, ciertamente han desfilado ante mis ojos varios modelos. Hombre delgados, bigotones, medio peludos, morenos, desnalgados y bien dotados.
Muy poco recuerdo de la primera impresión, pero puedo claramente hablar de las virtudes/viscitudes de cada uno. No suelo fantasear con memorias a medio archivar, pero mi anaquel mental-fotográfico puede clasificar con sorprendente exactitud lo que ha visto.
A veces me ataca el morbo y recurro a imágenes archivadas en mi cerebro para deleite efímero de algún insomnio inevitable. Recuerdo al hombre delgado que con suma pulcritud volvía a calzar cada una de las prendas que había perdido hace un par de horas. Recuerdo al hombre de bigote que casi tropieza con los calzones en los tobillos en la prisa de ir a trabajar. Recuerdo al hombre insistente que nunca logró nada, pero lució su anatomía orgulloso frente a mí como mostrándome la calidad de la mercancía.
Solo hay una imágen que no puedo tachar de inútil. Es la única imágen morbosa que aún me incita a volver a aquel cuarto de hotel donde, frente al espejo enorme del baño, me sorprendió una mañana de un viernes común y corriente. Es la imágen del hombre de una pieza que se detuvo bajo la perfecta luz cálida y me miro fijamente y admitió sin cargo de conciencia lo bien que se veía su piel junto a la mía.
Y entonces recuerdo aquella visita al Museo de Arte Moderno en la Ciudad de México, en donde era expuesto el trabajo de Oliviero Toscani, hace ya muchos años, supongo en aquellas fechas en que conocí la desnudez humana y me deleitó con morbo la primera vez.
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